De una economía del desperdicio a un desperdicio del planeta: por qué cambiar nuestros patrones de consumo es un deber
Editorial de Achim Steiner,
Subsecretario General de la ONU y
Cuando zos sentemos a almorzar o cenar en este Día Mundial del Medio Ambiente, es importante recordar que un tercio de todos los alimentos producidos a nivel mundial cada año —300 millones de toneladas— terminan en la basura. Este desperdicio le cuesta a la economía mundial la escandalosa cifra de un billón de dólares al año.
Casi la mitad de estos desperdicios provienen de las regiones industrializadas. Por otro lado, la comida que descartamos sigue siendo apta para el consumo humano y serviría hoy en día para alimentar a más de 800 millones de personas en el mundo.
Y esto es solo la punta del iceberg de los residuos, y un indicador de la “huella ecológica” de toda nuestra economía a nivel mundial. Nuestro sistema alimentario es responsable del 80 por ciento de la deforestación y es la principal causa de la pérdida de especies y biodiversidad.
También es responsable de más del 70 por ciento del consumo de agua dulce. La hamburguesa de carne que llega a tu plato podría requerir la desorbitada cantidad de 2.400 litros de agua para su proceso de producción. ¿Te gustaría añadir unas papas fritas? Suma otros 100 litros de agua, por no mencionar el impacto de los plaguicidas y los envases no degradables.
¡Buen provecho!
La cruda realidad es esta: nuestro consumo global rebasa ya una vez y media la capacidad de regeneración de la Tierra. De continuar las tendencias actuales de población y consumo, la humanidad necesitará el equivalente a dos planetas Tierra para mantenerse en 2030.
Se calcula que para mediados de siglo la población mundial habrá alcanzado los 9 mil millones. La demanda impuesta sobre estos recursos sobreexplotados no hará sino agravarse, exacerbada a la vez por el aumento de la contaminación, los conflictos por el acceso a los recursos, y los efectos del rápido calentamiento de la atmósfera provocado por las emisiones de gases de efecto invernadero, todo lo cual podría reducir de manera sustancial el PIB mundial. Diariamente, recibimos noticias sobre los niveles record de sequías, inundaciones, contaminación atmosférica asfixiante y especies en peligro de extinción.
Mientras muchos sueñan con la colonización de otros planetas, no podemos evadir el hecho de que en esta Tierra, el escenario actual o el “business as usual” no podrá mantener los estilos de vida del siglo 21, y mucho menos sacar unos mil millones de personas de la pobreza absoluta y dar cabida unos 1.000 o 3.000 millones de consumidores de clase media.
La única alternativa que tenemos para que nuestras economías sigan creciendo es aumentar radicalmente lo que los economistas llaman “productividad”, es decir, hacer más con menos. Es necesario abandonar los actuales patrones tanto de producción como de consumo de nuestro sistema económico lineal de extracción, producción, consumo y desperdicio, para pasar a una economía verde inclusiva, inspirada en los procesos naturales en los cuales no existe el concepto de desperdicio, puesto que todo residuo es alimento para otro organismo o proceso.
Una economía verde puede mejorar el bienestar humano y la equidad social, reduciendo significativamente los riesgos ambientales, los costos y la escasez ecológica. En su expresión más simple, una economía verde es baja en carbono, hace un uso eficiente de los recursos y es socialmente inclusiva. En términos de productividad, las economías verdes desvinculan el crecimiento económico del consumo de recursos naturales y, en consecuencia, de la degradación ambiental.
La buena noticia es que esto ya está sucediendo en algunas partes de la economía mundial, aunque ni de lejos al ritmo que haría falta. Hoy en día, son 65 los países que se han embarcado en la economía verde y otras estrategias relacionadas. Por ejemplo, muchos países ya se han comprometido con la Asociación para la Acción sobre Economía Verde (PAGE, por sus siglas en inglés) para orientar la inversión y las políticas hacia unas tecnologías limpias, unas infraestructuras que hagan un uso eficiente de los recursos, unos ecosistemas sanos, una mano de obra calificada ecológica y una buena gobernanza.
Como insumo de prácticamente cualquier producto o proceso humano, la energía es un buen indicador de los impactos y los avances. En tan solo unas décadas, el sector de las energías renovables ha crecido de forma casi exponencial, representando en 2014 prácticamente la mitad de toda la nueva capacidad instalada de generación de electricidad, excluidas las grandes hidroeléctricas. La Agencia Internacional de la Energía (AIE) estima que el aumento de la eficiencia energética por sí sola no solo podría representar una reducción del 10 por ciento de la demanda mundial de energía para el año 2030, sino también un ahorro de 560.000 millones de dólares.
En definitiva, si se aprovechan las tecnologías existentes y las políticas adecuadas para incrementar la productividad de los recursos, podrían liberarse a nivel mundial 3.700 millones de dólares cada año que de otro modo se desperdiciarían. Estos fondos, que en la actualidad se echan a perder, podrían invertirse en objetivos relevantes para la salud, la educación y el desarrollo.
Una de las claves para mejorar la productividad y desvincular el PIB de los daños ambientales es hacer que los precios transmitan la realidad ambiental. Una vez más, el sector de la energía nos muestra la importancia que esto puede tener. El Fondo Monetario Internacional estima que el costo total de las subvenciones públicas a los combustibles fósiles supera los 5.000 millones de dólares al año entre subsidios directos e indirectos.
Es fundamental, no solo deseable, mandar las señales de precios correctas, educar a los consumidores y formular políticas que fomenten una economía verde. La medida en la cual lo logremos determinará que el “Antropoceno” sea una edad en la que más de 9000 millones de personas tengan acceso a alimentos, energía y seguridad sin comprometer los sistemas esenciales de soporte vital de nuestro planeta.